domingo, febrero 25, 2007

Diana Krall tuvo mellizos

Siempre pensé que Norah Jones era el anzuelo de la EMI para salirle al paso a la lluvia de dólares que cosechaba Diana Krall por cuenta de descubrir –quizá sin proponérselo– un filón comercial en el revival del Jazz American Songbook, al que se pegaron después de la Jones figuras tan insospechadas como Rod Stewart. Lo comprobé hace pocos días cuando un amigo me mandó una nota de cierto apesadumbrado crítico argentino, que contaba cómo los productores de la disquera buscaron afanados entre la canasta de los ´demos´ para ver si atajaban a la Krall, y encontraron a esta diva de piel cobriza a la que, a mi parecer, le faltan varios hervores.

En efecto, pocos discos han conmocionado tanto el mercado musical en los últimos años para los mayores de 30 como When I Look in your eyes, que al sobrepasar el millón de copias se convirtió en el disco de jazz más vendido de la historia y en el portaestandarte de toda una nueva etiqueta - línea de ventas de las casas disqueras: el pop adulto.

Pero ¿jazz o pop adulto? Creo que justo ahí está el problema. When I Look in your eyes fue quizá el último disco de jazz de la Krall y el primero de su largo e impreciso recorrido por el jazz-pop-rock al que presumo ha sido suavemente empujada por su marido, el célebre rockero inglés Elvis Costello, padre hoy de los mellizos. Al grabarlo con orquesta de cuerdas, Diana rompió con el original y bien concebido trío de piano, guitarra y bajo que produjo albums tan memorables como All for you o Love Scenes. Con este disco llegó a la cumbre, muy merecida por la calidad de sus interpretaciones y su incuestionable estirpe swinguera, y se hizo conocer a nivel mundial, aunque también comenzó un descenso vertiginoso hacia los discos fáciles y bien vendidos.

Fue ahí cuando lanzaron a Norah Jones, prebautizada como cantante de jazz para ponerla en el carril de al lado de la altísima –en todos los sentidos- canadiense. La oí con cuidado en su primer disco, Come away with Me, pensando en regalarme otra gran experiencia jazzistica: nada. Primero porque lo que oí distaba mucho de ser jazz: no hay ánimo innovador, dialogante, no hay un lenguaje nuevo, no hay voz, no hay genialidad ni mucho menos una tradición jazzística manifiesta. No me sedujo. Tampoco con Feels like home, que me pareció aburridísimo, muy de entrecasa, tampoco ahora con Not too late, con el que parece que se le hace tarde para demostrar lo que tiene, suavecita pero desganada, una buena intérprete, no más. Todos sus discos están a medio camino entre el country y el pop, lejos del jazz, donde insisten en situarla sus productores.

Y con todo esto no pretendo descalificar a Norah, está en todo su derecho de hacer la música que le parezca y de venderla. Y están en todo su derecho sus admiradores al defenderla y disfrutar de sus canciones. Lo que pasa es que productores y admiradores a veces sobreestiman su valor.

Por ejemplo, el apesadumbrado crítico argentino no lo estaba por develar la estrategia de la disquera, sino por quejarse de la "intelligentsia que la anatemizó", que le restó a la Jones méritos para hacer parte del exclusivo club de los y las buenas jazzistas, defensa que pienso motivada más por los efectos de sus indiscutiblemente profundos ojos negros, que por su música.

Yo también he sido acusado de “purista inflexible” por un querido amigo y cultivado melómano al hacer comentarios como estos sobre la hija de Ravi Shankar y sobre otros intérpretes, sobrestimados a mi entender, como Maná, el grupo mexicano de rock que quizá comete el mismo pecado de la Jones, mantenerse cómodamente en la fórmula que los lleva a vender discos, cultivar una imagen vendedora (ella de vino caliente y chimenea y los otros de defensores ambientales a ultranza) y arriesgarse bien poco a hacer cosas innovadoras.

Eso nos lleva al peligroso tema de lo que es y lo que no es. Al difícil terreno de establecer qué es arte, qué es espectáculo, y qué es puro ejercicio de mercadeo.

Ahí me tendría que detener a afirmar que detesto a quienes como críticos descalifican con pedantería y no poca soberbia el trabajo de músicos, escritores o pintores, parados desde alturas pontificales que pocas veces merecen. Todos los bípedos reflexivos del planeta (y los no reflexivos también) tenemos el derecho de expresarnos, de poner a caminar nuestras ideas, de compartir nuestros sueños con el resto de la manada. Abrogarse la potestad de decir la última palabra sobre lo que es arte o lo que no lo és, expulsar del Olimpo a quienes no consideran ungidos por las musas no debería estar al alcance de nadie. La historia ha mostrado cuan equivocado se puede estar.

Pero quien expone se expone. Quien abre la boca, escribe, pinta, publica, se ofrece a la reacción de quienes lo escuchan, lo ven o lo leen. Y si todos tenemos derecho a expresar lo que tenemos dentro, también lo tenemos a reaccionar a lo que vemos fuera, ni más faltaba. El problema es no dejar en claro que es nuestra opinión personal, expresada desde nuestra propia altura, desde donde podemos percibir, sentir y rumiar con el equipaje que nos hemos dado para vivir, con ánimo dialéctico, para animar la conversación y provocar reacciones. Así, sin ánimo pontifical, creo que funciona mejor, y en forma más democrática, el inmenso y complejo sistema digestivo de la cultura.

Es en el choque de opiniones y apreciaciones, en la expresión encontrada de valoraciones de la obra de cualquier persona (no uso la palabra artista porque está el problema de quién se la merece) donde podemos establecer cada uno lo que consideramos arte, por que va más allá, le da otra vuelta a la tuerca, rebasa límites, construye nuevas formas de expresión, no repite.

Entre otras para correr ese velo truculento con que a veces nos cubren productores y ejecutivos de las disqueras o las editoriales, para poner en su sitio a quienes lanzan en la misma cesta a Norah, Diana y, por ejemplo a Christina Aguilera, esta si una portentosa voz digna de mejores destinos, pero cuyos productores han explotado haciéndole crecer los senos y pintándole el pelo de todos los colores, hasta el punto de aparecer gritando como una loca con una melena plástica, platinada, en ese circo moderno que son la entrega de los Grammys, digna de un burdel de baja estofa en Shangai.

Por eso me preocupa saber que Diana Krall tuvo mellizos en diciembre pasado. ¿Será que a los productores de Norah les da por buscar otro doble embarazo?

1 Comments:

Blogger Fernando Visbal Uricoechea said...

El huit-clos que son nuestras conversaciones electrónicas se abrió. Y por una hoja de la puerta pasamos a la cotizada blogosfera. La cuidadosa serenidad de Qué bananería le hizo un guiño a todo lo que va y viene entre nosotros. Felicitaciones Bernardo, así se hace.

Y lo disfruté muchísimo porque aunque no tomé partido, (sólo envié una reseña, y en un intermedio dije que me gustaba por raticos) acabé convertito por algunos de ustedes en fanático de la Jones... ja,ja,ja.


A los mas curiosos les dejo la reseña al que alude Bernardo:

Los diablos y la señorita Jones



Por Diego Fischerman
Las cosas podrían haber sido de otro modo. Ella sería, entonces, una artista casi secreta. Se celebraría su producción de entrecasa, su tono menor, su elección de temas propios y de clásicos del country como Hank Williams, los arreglos escritos y tocados en contra de todas las leyes de la industria pop –tan lejos Shakira, por ejemplo–, sus videos íntimos y su reivindicación del pequeño artesanado. Pero Norah Jones tuvo éxito. Es decir, un éxito inmenso: 20 millones de copias vendidas con su primer disco, que además le hizo ganar 8 Grammy. Y entonces la intelligentsia la anatemizó. Como si entre ella y Britney Spears no hubiera nada. O, peor, como si la única diferencia fuera esa “autenticidad” que se le reconoce con indulgencia.

El cuarto disco de Jones acaba de salir a la venta. Su nombre es Not too Late y, como los anteriores, fue publicado por Blue Note, un sello que, originariamente, había estado dedicado al jazz. Que el acompañamiento –mínimo, preciso, sugerente, hasta misterioso– de la primera canción, “Wish I Could”, esté a cargo de dos cellos, uno tocado con arco y el otro pizzicato (es decir con las cuerdas pulsadas por los dedos) es una primera sutileza. Y es la primera de muchas que para muchos especialistas pasaron desapercibidas. La exquisita repetición de un arpegio en la guitarra, con comentarios de delicadeza extrema en el piano, una marimba y los sonidos sostenidos de una guitarra eléctrica distorsionada en “Not My Friend” es apenas una más de las pruebas de por qué Norah Jones merece ser escuchada. Otra es el tono cinematográfico un poco a lo Nino Rota –o a lo Randy Newman– de “My Dear Country”, en menos de tres minutos de perfecta concisión.

Pero, ya se sabe, las ideas se degradan. Y la vieja noción del riesgo estético como valor, traducida por sordos, llevó, en la música, a una conclusión curiosa. Si en determinado momento se rechazó la comodidad, lo sabido, lo complaciente, en aras de un arte que buscara ser siempre nuevo, inquietante y hasta molesto, lo que quedó, una vez que ese riesgo fue explotado, canonizado, enseñado y reproducido al detalle, fue su apariencia. Y la idea de que, siempre, el descuido con la forma revela un compromiso con el contenido. Como si toda persona sucia o mal vestida lo estuviera en virtud de los extraordinarios pensamientos que la ocupan sin descanso, no sólo se comenzó a sostener que toda música mal cantada o mal tocada era genial sino también lo contrario, que la agradabilidad e incluso la belleza eran necesariamente signo de blandura e inconsistencia.

Condenada por ser afinada, por tener un timbre de voz cálido y por componer algunas de esas canciones que cada tanto existen, que convencen a quienes las escuchan de que las conocen desde siempre y que la industria siempre celebra, como “Come Away with Me”, de su primer disco; rechazada por los amantes del jazz que sintieron invadido su territorio; menospreciada por su falta de gestos aparentes de ruptura, Norah Jones vende millones. Conviene recordar que lo hace por azar. Si no hubiera aparecido Diana Krall en el universo de las piano women y si la EMI no se hubiera visto obligada a rebuscar entre sus demos para ver cómo le competía a la Universal, tal vez sería una artista secreta, de bajo perfil, sutil y reacia a las leyes del mercado. Sería, podría pensarse, exactamente igual a como es pero con el dudoso beneficio del beneplácito de los especialistas.
Tomada de http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/radar/9-3597-2007-02-11.html

5:01 p. m.  

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