sábado, agosto 18, 2007

Planeta Genoveva: el vendaval poético de La Tejedora de Coronas

Genoveva, la sensual, la intelectual, la emotiva, la enamorada de Federico y sus planetas, la morena cartagenera de las bellas nalgas, la violada, la emisaria de la Gran Logia, la tejedora de coronas. Genoveva, la que nos lleva como una exhalación desde finales del siglo XVII, cuando la armada francesa del perfumado Luis XIV, aliada a los más descompuestos piratas de Caribe, asedia y asola a la muy católica Cartagena de Indias, hasta bien entrado el Siglo de las Luces, el XVIII, cuando su amigo Voltaire se consolida como el gran intelectual de la Ilustración mientras en el Caribe sigue quemando cristianos el Santo Oficio. Genoveva Alcocer, la del espíritu libérrimo, es la voz cantante en esta inmensa novela de espíritu universal y desafiante propuesta estética.

La Tejedora de Coronas no es un libro fácil de leer. Su primer párrafo, que es también su primer capítulo, tiene treinta y ocho páginas. Son, en suma, 550 páginas repartidas en solo dieciocho párrafos y otros tantos capítulos. No hay puntos seguidos, ni siquiera punto y comas, solo comas; todo lo cual exige al lector aprender a leer de otra manera, esforzar su atención, concentrarse, luchar contra la densidad de la prosa. Es como con las mujeres difíciles, o con las obras de Stravinsky o John Coltrane, una vez se logra descifrar su lenguaje, una vez se toma su ritmo y se acostumbra a ella o ellos, los ojos se abren, la percepción se ensancha y llega lo maravilloso. Para el caso de la Tejedora, el lector comienza a disfrutar de un inmenso huracán poético, erótico, violento, pero no menos erudito, iluminado, realista y muchas veces esotérico y fantástico.

La Tejedora de Coronas es una lección de historia patria, europea y universal. Es una mirada bien informada a ese lúcido siglo en que el dogma religioso se comienza a desmontar y el pensamiento civil, libre de ataduras oscuras, demócrata, abierto a la construcción de ciencia y conocimiento, comienza a tomarse Occidente. Es también una inmensa diatriba contra la iglesia católica, la vivida en España y la impuesta en la América conquistada y expoliada por curas reaccionarios y soldados corruptos de la península. Allí se entiende mucho de nuestro atraso, de la barrera que el Santo Oficio creó a cualquier exposición al conocimiento universal y con ello nos condenó al prejuicio y a la dependencia intelectual y moral.

Debo confesar que al leerlo me sentí profunda y saludablemente ignorante. La erudición sin fronteras que despliega Espinosa, su profundo conocimiento de la historia, de la filosofía, de la Cartagena de finales del XVII, de la ciudad de las luces, París del siglo XVIII, de la vida europea, de la briega de los navegantes y los soldados, son verdaderamente embriagadores. Genoveva se hace amiga de Voltaire y George Washington; conversa con el papa Benedicto XI y baila con su predecesor, cuando era cardenal, en una calle de Roma; su mano es besada por Luis XIV cuando acude al observatorio donde ella es asistente. Su novio bautiza un planeta de tonalidades verdosas que solo se ve al atardecer, el planeta Genoveva, que luego haría parte, rebautizado, del sistema solar.

La novela es una mezcla de erudición y ficción con arrestos fantásticos, que apunta a la comprensión del mundo por la vía de la metafísica. Tiene esa mezcla que hizo grande a Borges, pero que ya estaba presente, según lo anota el propio Espinosa en un coloquio con Moreno Durán, en Rubén Darío y Leopoldo Lugones y hasta en nuestro Rafael Pombo.

A ese universo, que se asemejaría a una catedral barroca atravesada por un huracán intrépido y polifónico, contribuye además de su arriesgada y a veces fatigante sintaxis, el prodigioso manejo del tiempo, que salta de la historia cartagenera, erótica, violenta y asolada, a las historias europeas, al mar y a los salones romanos, que va y viene con prodigiosas soluciones de continuidad, propias del más hábil tejido literario.

La tejedora de coronas es, sin duda, una de las mejores novelas colombianas, si no la mejor, por encima de muchas mejor valoradas; a la altura de Cien años de soledad y de El otoño del patriarca, siendo muy distinta de ellas. Uno se pregunta por qué regulares novelistas como Álvaro Mutis son puestos por encima de Espinosa, por qué llueven las entrevistas y las referencias al uno y se echan en falta las del otro. Quizá su dificultad para ser leído, porque, además, en La tejedora hay por lo menos dos o tres palabras por página que uno nunca había oído o leído, arcaísmos o neologísmos que, sospecho, muchos son de cuño del autor; un lenguaje pensado desde el momento histórico que relata.

Vale la pena leer con cuidado esta obra, la de uno de los tres o cuatro mejores escritores de estas tierras en los últimos años.