sábado, diciembre 10, 2005

Mis propios diez

Hacer y publicar la propia lista de los diez discos de jazz que uno considera los mejores parece uno de los mandamientos más importantes para un jazzomano, no es sino entrar a las páginas de música adulta o a las de ventas de discos y ahí están mis diez, sus diez, nuestros diez.

Y la cosa tiene sentido. Escoger cuáles son los propios diez significa una importante toma de posición frente a una afición que no parece tener aguas tibias: a nadie –me parece- le gusta todo el jazz. A unos les gustan los orígenes, el Dixieland, toda esa cosa entre folclórica, pintoresca e histórica que para mi no tiene ningún interés. A otros les gusta el cool y hasta el Hard Bop, a otros el jazz light línea Nohra Jones, a otros solo el free

A mí –lo digo de una vez- me gusta el jazz desde finales de los cuarentas, a partir de Charlie Parker, lo último de Lester Young, a partir de Birth of the Cool. Lo de atrás, excepto honrosísimas y germinales figuras como Louis Armstrong y Billie Holiday no me mueve la aguja, a menos que explique expresiones o tendencias que han pasado la línea de los cincuenta.

Y obviamente esto no es un capricho. Me gusta el jazz como una forma de expresión artística libre, única y en constante evolución, como una forma de reflexionar sobre lo que somos, sobre nuestros mitos y nuestros miedos, sobre nuestros sueños. Me gustan el jazz y la música como arte y no solo como una forma de espectáculo o entretenimiento. Pero si así le gusta a los demás está bien, no quiero que esto suene a fundamentalismo. No tengo problemas con quienes solo quieren bailar o divertirse.

Y siento especial atracción por lo que se hizo en los cincuentas, por el Cool, por el Hard Bop, por eso que se conoce por el West Coast y que evolucionó a lo que hoy llamamos el jazz clásico. Pero también me gusta el Avant Garde, el Post Bop, por supuesto el jazz que llaman latino, que no es un jazz aparte sino un jazz en toda la línea con fuertes influencias latinas y para no agobiar con etiquetas, me gusta casi todo el jazz hecho con un ánimo de expresión personal seria.


Bueno, pero del jazz hay mucho que hablar y esta no será la única oportunidad para hacerlo, así que acá están mis diez:

1. El lugar de honor no puede ser sino para Kind of Blue en donde se encontraron tres de los músicos que más amo: Miles Davis, John Coltrane y Bill Evans.
2. En segundo lugar viene una de las expresiones más animales y vibrantes y profundas de la condición humana que en la música se hayan conocido: A Love Supreme de John Coltrane.
3. De tercero quiero poner la edición que se hizo de parte de lo que Bill Evans tocó con Scott LaFaro y Paul Motian ese histórico 25 de junio de 1961 en el Village Vanguard de Nueva York: Waltz for Debby.
4. Este creo que es el lugar de Astor Piazzolla en la lista. Acá pondría su maravillosa grabación con el saxofonista Gerry Mulligan: Summit.
5. Y no puedo dejar de ceder a la tentación de poner también a Piazzolla de quinto, en su grabación de 1986 con Gary Burton en el Montreaux Festival: The New Tango. Lástima que Piazzolla y Miles nunca hubieran grabado juntos; Astor comentó alguna vez que no lo hicieron quizá porque el ego de juntos no hubiera dejado que el del otro precediera su nombre en la carátula del disco.
6. Acá va sin duda otra grabación de algunos de los titanes que ocupan el primer lugar, esta vez liderados por Cannonball Adderley: Something Else.
7. Un monstruo decidió un día cambiar de instrumento y produjo una obra maestra: Mingus plays piano.
8. Otro monstruo del piano, también de piel cobriza, pero este de los nuestros, Chucho Valdés, hizo Pianissimo.
9. En 1976 Keith Jarret trabajó con Jan Garbarek en una verdadera catedral: Arbour Zena.
10. La bossa nova redescubierta por los gringos: Getz/Gilberto.


Ahí está pues mi toma de posición, mi apuesta, mi santoral más querido, que debía prolongarse a cincuenta o cien títulos para albergar todo lo que amo en este género donde los músicos tienen por costumbre establecer conversaciones libres, liturgias creadoras y sugestivas cuya única regla es escucharse entre ellos, y no parar de divertirse.

sábado, diciembre 03, 2005

¿Qué querías ser cuando grande?

− La realidad, en ocasiones, es el puro deseo− le murmuró Ansky a Margarita Afanasievna mientras ella aprisionaba con su pequeña mano las pelotas de este joven campesino ruso, recuperándose de algo cercano a un coma etílico, en la página 894 de la monumental 2666 (chapeau Maestro). Escribe Bolaño que Afanasievna se rió de su ocurrencia y le preguntó ¿Y eso cómo se cocina? − Sin quitar la vista del fuego, camarada −le contestó Ansky.

Realidad y deseo. En el espacio que crean estos dos sustantivos se mueve todo: la vida, la locura, el amor, el arte, la literatura. Y los dos, realidad y deseo, mezclados o agitados en diferentes cantidades y de diferentes maneras, producen uno de los más poderosos combustibles de nuestras existencias: los sueños.

El problema de la receta está casi siempre en las porciones que manejamos de cada cosa. Bueno, y en la forma de cocinarlas… pero, para no enredarnos, hablemos primero de porciones. Cuánto de deseo, cuánto de sueños, y lo más importante, cuánto de realidad. En esa parte siempre se nos dañó el plato a los de nuestra generación.

Porque deseos los tuvimos todos. Y los alimentamos con nuestras conversaciones diletantes y corrompidas en las esquinas de adolescencia o en las fiestas, cuando llegamos milagrosamente a la juventud; pero también con prodigiosas lecturas que, dada nuestra escasez de medios, considero ahora un verdadero milagro haberlas logrado. La misma literatura, la música, las sonrisas y las piernas de vecinas y amigas de todas las edades, profusamente surtidas por minifaldas y pantaloncitos calientes, ayudaron a inflar nuestros sueños.

Y los sueños también los tuvimos todos. Lo curioso de nosotros es que no queríamos ser astronautas, médicos, magnates de la construcción, papas o líderes de la política. Queríamos ser escritores de éxito, guitarristas de rock, tumbalocas de alto coturno, beodos, drogos con dinero e imaginación, salvadores de la humanidad gracias a nuestras ideas de izquierda, nuestra tolerancia, nuestro liberalismo a ultranza, nuestra desmedida imaginación y nuestra total ausencia de olfato económico. Por eso nos gustaron tanto Miller y Bukowsky cuando cayeron en nuestras manos, ojalá en ejemplares prestados que después sus dueños dieron por perdidos.

Creíamos que todo lo podríamos hacer mejor, deseábamos la mujer del prójimo más que a la propia, lo sabíamos todo, no teníamos nada, durábamos cinco años con el mismo sueter, nos trabábamos todos los días, rumbeábamos todas las noches, pero estábamos tranquilos; el mundo iba a saber de nosotros tarde o temprano.

El problema fue que nunca intentamos ir por él.

Nunca tuvimos claro que a la receta había que ponerle una dosis de ganas y varias más de trabajo, así, simplemente. Y si lo supimos, también supimos que esa era la parte que nos daba más pereza. Para ser escritor había que escribir, y mucho. No solo era leer y hablar de literatura y conseguirse buenos polvos y buenas viejas con charlas ingeniosas. Había que trabajar, escribir, estudiar, tener metas. ¿Metas? ¿Qué es eso? Esa palabra yo no la consideré sino hasta pasados los 40.

Y muchos de nosotros nos quedamos en eso. Que nos esperen, que sabrán lo que es de verdad el talento, que todos son unos mediocres, menos nosotros. Y se nos pasó el tiempo entre sueños, rumbas, deudas, conversaciones, más conversaciones, más deseos. Nos hicimos lectores, espectadores, críticos mordaces, pero logramos poco de lo que soñamos. Ese trabajo se lo dejamos a nuestros héroes: Lennon, Jagger, Burroughs, Kerouac, Antonioni, Buñuel…

El puro azar nos trajo a lo que somos hoy: unos diletantes ilustrados que seguimos deseando fervientemente la mujer del prójimo. Y esa sí que la conseguimos si nos lo proponemos. Pero, viéndolo bien, la mayoría seguimos siendo consecuentes: seguimos sin tener nada (excepto deudas, algunos libros y discos y alguna foto autografiada por Cortazar o por Nina Simone), seguimos bebiendo y rumbeando -ojalá de gorra-, seguimos siendo libres de soñarlo todo y no hacer nada, seguimos siendo malos amigos y buenos lectores… y qué carajo, seguimos dejando que todos hagan lo que les de la gana, sin atravesarnos en ningún sueño.

Lo que pasa es que ahora los sueños, nuestros sueños, han cambiado de rumbo, nos preguntamos cada vez menos por el futuro. Ahora ya indagamos con humildad: Y tú ¿qué querías ser cuando grande?